A propósito de la nota sobre “Hipocresía y política”, el profesor Mauricio Uribe López me hizo notar la congruencia de la exposición sintética hecha allí con tesis similares de Jon Elster y John Rawls. Con relación a este último decía el profesor Uribe López que la fuerza civilizadora de la hipocresía “se parece a lo que en el equilibrio reflexivo Rawls denomina la moderación de los prejuicios y de la excesiva atención a los intereses particulares al aparecer ante los demás. Es casi un requisito para que la razón pública opere”.
Ya tendré ocasión de referirme al equilibrio reflexivo, por lo pronto hay una clara referencia al asunto en la exposición de Rawls de los que es la idea de razón pública. Para el filósofo estadounidense la base pública de la justificación y la eficacia de los principios de justicia no sólo requieren acuerdos sustantivos, (esto es, sobre los contenidos de la justicia política), sino también acuerdos sobre “los principios de razonamiento y sobre las reglas de evidencia a cuya luz deben decidir los ciudadanos”.
Para las condiciones del pluralismo razonable la gente debe discutir según las formas del sentido común y asumir la ciencia, mientras no admita controversia. Esto supone un esfuerzo de los ciudadanos por presentar razones que puedan ser aceptadas por todos los miembros de la comunidad política, a esto se le puede llamar “un modo reconocido [socialmente] de razonar”. Este modo, en una sociedad occidental e ilustrada, tiene que incorporar principios de inferencia y reglas de evidencia, patrones de corrección y criterios de verdad.
No me interesa discutir acá tanta fe en la razón, lo pertinente es señalar que para Rawls existe también una “razón no pública” atribuible a las corporaciones (iglesias, sindicatos, gremios, universidades, sociedades científicas) y también a las personas singulares. Cada corporación tendrá sus procedimientos y modos aceptables de razonar, públicos sólo para sus miembros pero no públicos respecto a la comunidad política. Lo mismo aplicaría para una persona. En la esfera pública común a la toda la sociedad, el miembro de la corporación o la persona individual debe traducir sus posiciones al modo público de razonar, de lo contrario deben morderse la lengua. Esa es una de las formas de manifestación de la hipocresía en la política.
* Rawls, J. 2002. La justicia como equidad. Una reformulación, Barcelona, Paidós, 129-135.
martes, 30 de septiembre de 2008
sábado, 20 de septiembre de 2008
Palabras
La poetisa polaca Wyslava Szymborska ha insinuado la posibilidad de un horrible sueño. Se trata de un mundo bastante parecido a la Tierra aunque con la peculiaridad de poseer un idioma distinto. Un idioma en el que sólo se usan las palabras necesarias, sólo nombres que “se ajustan estrictamente a las cosas”, sólo las cosas que están al lado, sólo los eventos del segundo anterior y las premoniciones referidas al segundo posterior. Palabras, “nunca una de más”; hechos, nunca uno allende la inmediatez. Esa posibilidad es la pesadilla de la religión, la poesía y la filosofía, pesadilla que equivale a una situación en la que “el mundo se presenta claro aun en la más profunda oscuridad”.
La suposición del poema nos hace una petición de principio que está en el origen de toda fe, toda poética y toda reflexión, que no es otra que la esencial necesidad de la palabra. No hay filosofía sin palabras. La ciencia, la técnica, el arte y el afecto pueden prescindir frecuentemente de las palabras, la filosofía nunca. Empero, la filosofía requiere la comprensión de otras plurales dimensiones de la palabra más allá de aquellas que la adscriben como ambiente o herramienta.
La palabra como lexis, no en el sentido técnico lingüístico, sino como acción comunicativa que sostiene la sociabilidad humana y en buena medida, también su insociabilidad. En virtud de esta dimensión la lexis resulta de una importancia práctica mayúscula por lo que la filosofía tiene más obligaciones que la religión y la poesía en lo que respecta a la apertura de canales hacia el lenguaje natural y el cumplimiento de ciertos deberes respecto a la comprensión y al sentido común.
La palabra como praxis, en la acepción estricta que le otorga la filosofía de la praxis, como potencial fuerza creativa material y, por tanto, fuente de bienes y males que demanda responsabilidades que usualmente no se predican de oscuros profesores y autores de textos subestimados por su baja circulación, menos aún de estudiantes que tanteamos en este mundo tanto o más vasto que el Mundo.
La palabra como ágape, es decir como expresión de la fraternidad y el amor comunitario que sostiene las diversas esferas de afecto en que los seres humanos habitamos, esferas que con frecuencia desestimamos al reducirlas al cerrado ámbito doméstico y al impreciso e inasible conjunto que se nombra como humanidad. Fuera de ellas sólo parecen quedar relaciones comerciales, laborales, cofradías, partidos, que funcionan todas –como señaló el profeta desdichado– “al frío pago al contado”.
La crítica a este sueño ofrece una visión decisiva. El mundo siempre permanece en una penumbra de lluvia perpetua y suelos deslizantes, como en la previsión de Philip Dick. No sólo que la deslumbrante claridad sea rara sino que pudiera ser indeseable. Y nuestra manera de leerlo e interpretarlo debe, entonces, saturarse de paréntesis y asteriscos, metáforas viscosas e imágenes ambiguas, términos equívocos y conceptos encontrados. La palabra finalmente es finita y el silencio debe ser una opción siempre a la mano, pues las peores tentaciones son las de querer ofrecer siempre respuesta y querer encuadrar siempre cada suceso. Es terrible preguntar sólo aquello para lo que hay respuesta, tanto como presumir de que toda pregunta tenga una respuesta o la necesite.
Podemos decir algo parecido de la persona singular, insondable e impredecible. Haciéndolo socavaríamos la idea de vivir una vida filosófica, idea que para nuestra desgracia no se ha construido sobre ideales sino sobre el modo como se nos han contado historias sobre personalidades como Sócrates, Tomás de Aquino y Kant, tan santos. Hoy estamos obligados a visiones más modestas y trágicas del mundo y de nosotros. Pero aún podemos exigirnos que el discurso filosófico sirva como lexis al entendimiento, que como praxis sea responsable, que como ágape sea creador de afectos y también que se inhiba cuando lo inefable se imponga.
No son propósitos carentes de ambición. Menos aún cuando contamos con una escuela como el Instituto de Filosofía y con una guía como sus profesores.
Palabras en el acto de grados del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Medellín, 19 de septiembre del 2008.
La suposición del poema nos hace una petición de principio que está en el origen de toda fe, toda poética y toda reflexión, que no es otra que la esencial necesidad de la palabra. No hay filosofía sin palabras. La ciencia, la técnica, el arte y el afecto pueden prescindir frecuentemente de las palabras, la filosofía nunca. Empero, la filosofía requiere la comprensión de otras plurales dimensiones de la palabra más allá de aquellas que la adscriben como ambiente o herramienta.
La palabra como lexis, no en el sentido técnico lingüístico, sino como acción comunicativa que sostiene la sociabilidad humana y en buena medida, también su insociabilidad. En virtud de esta dimensión la lexis resulta de una importancia práctica mayúscula por lo que la filosofía tiene más obligaciones que la religión y la poesía en lo que respecta a la apertura de canales hacia el lenguaje natural y el cumplimiento de ciertos deberes respecto a la comprensión y al sentido común.
La palabra como praxis, en la acepción estricta que le otorga la filosofía de la praxis, como potencial fuerza creativa material y, por tanto, fuente de bienes y males que demanda responsabilidades que usualmente no se predican de oscuros profesores y autores de textos subestimados por su baja circulación, menos aún de estudiantes que tanteamos en este mundo tanto o más vasto que el Mundo.
La palabra como ágape, es decir como expresión de la fraternidad y el amor comunitario que sostiene las diversas esferas de afecto en que los seres humanos habitamos, esferas que con frecuencia desestimamos al reducirlas al cerrado ámbito doméstico y al impreciso e inasible conjunto que se nombra como humanidad. Fuera de ellas sólo parecen quedar relaciones comerciales, laborales, cofradías, partidos, que funcionan todas –como señaló el profeta desdichado– “al frío pago al contado”.
La crítica a este sueño ofrece una visión decisiva. El mundo siempre permanece en una penumbra de lluvia perpetua y suelos deslizantes, como en la previsión de Philip Dick. No sólo que la deslumbrante claridad sea rara sino que pudiera ser indeseable. Y nuestra manera de leerlo e interpretarlo debe, entonces, saturarse de paréntesis y asteriscos, metáforas viscosas e imágenes ambiguas, términos equívocos y conceptos encontrados. La palabra finalmente es finita y el silencio debe ser una opción siempre a la mano, pues las peores tentaciones son las de querer ofrecer siempre respuesta y querer encuadrar siempre cada suceso. Es terrible preguntar sólo aquello para lo que hay respuesta, tanto como presumir de que toda pregunta tenga una respuesta o la necesite.
Podemos decir algo parecido de la persona singular, insondable e impredecible. Haciéndolo socavaríamos la idea de vivir una vida filosófica, idea que para nuestra desgracia no se ha construido sobre ideales sino sobre el modo como se nos han contado historias sobre personalidades como Sócrates, Tomás de Aquino y Kant, tan santos. Hoy estamos obligados a visiones más modestas y trágicas del mundo y de nosotros. Pero aún podemos exigirnos que el discurso filosófico sirva como lexis al entendimiento, que como praxis sea responsable, que como ágape sea creador de afectos y también que se inhiba cuando lo inefable se imponga.
No son propósitos carentes de ambición. Menos aún cuando contamos con una escuela como el Instituto de Filosofía y con una guía como sus profesores.
Palabras en el acto de grados del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Medellín, 19 de septiembre del 2008.
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