lunes, 27 de febrero de 2017

Responsabilidad por la corrupción

La corrupción es un hecho social que resulta de arreglos institucionales (corrupción sistémica) y acciones individuales (corrupción como desviación). Para todos, excepción hecha de algunos personajes complacientes, es evidente que la corrupción en Colombia hace parte ya del sistema administrativo. Casos aberrantes como el de La Guajira salen a la luz simplemente porque no saben robar. Se roba con impunidad cuando se crea la regla, se manejan los recursos, se nombran los contralores.

Todo hecho social resulta de un conjunto de acciones humanas en las que participa mucha gente con diversas intenciones y propósitos, y diversos niveles de conocimiento o sentido estratégico. Las reflexiones éticas sobre la responsabilidad –que prácticamente se circunscriben al siglo XX– ayudan a entender los pilares de la responsabilidad.

Menciono algunas conclusiones filosóficas: la responsabilidad “consiste en deliberar sobre las opciones antes de actuar”, tomar las mejores decisiones para todos los afectados y preocuparse por las consecuencias dañinas sobre los demás (Nussbaum). La responsabilidad es mayor mientras mayor sea el poder o la influencia de quienes participan en las acciones (Jonas). “La responsabilidad política existe con total independencia de los actos de los individuos concretos que forman el grupo” (Arendt). En últimas, la responsabilidad siempre es personal (Young).

A falta de más espacio, espero que los lectores entiendan una noción más completa de la responsabilidad política: el más poderoso es más responsable y lo es así no haya sido el ejecutor directo del acto que se reprocha. A pesar del cinismo contemporáneo, el año pasado tuvimos casos de actuaciones responsables en Gran Bretaña e Italia, cuando los respectivos primeros ministros David Cameron y Matteo Renzi renunciaron a sus cargos por los resultados fallidos de sus iniciativas gubernamentales.

En Colombia se renunciaba: López Pumarejo y Laureano Gómez dejaron la presidencia, Darío Echandía convirtió la renuncia en un magisterio. Desde entonces, solo Humberto de la Calle se atreve: renunció a la vicepresidencia en 1996 y a su cargo de negociador de paz 20 años después. Es probable que si se deja acompañar del liberalismo y del partido de la U le toque renunciar a la presidencia, de ganarla. Con sus renuncias De la Calle dejó en evidencia la falta de responsabilidad, por lo menos, de Samper y Santos.

Se dijo el año pasado que no era lo mismo renunciar en un régimen parlamentario que en uno presidencialista. Verdad a medias. Genera menos inestabilidad la caída de un primer ministro pero tiene más responsabilidad un presidente. Sobre todo en países como Colombia donde el republicanismo está teñido de tonos aristocráticos. El republicanismo aristocrático pretende que los dirigentes sean modelos para elevar el nivel moral de la masa inculta. A los altos cargos se les llamaba dignatarios, por aquello de la dignidad del cargo. ¿No perjudica más a las instituciones la permanencia de dignatarios sin dignidad?

El Colombiano, 26 de febrero

lunes, 20 de febrero de 2017

Confianza es la clave

El caso de Odebrecht ha suscitado muchas reacciones entre los generadores de opinión pública. Me ocuparé de una. Diana Calderón, directora de noticias de Caracol, actuó con presteza para defender al Presidente de la República en un periódico español (“Instituciones a prueba”, El País, 11.02.17). Los argumentos básicos de Calderón son malos. El primero es que es una irresponsabilidad “hacer política con las instituciones en medio de la catástrofe”, es decir, el viejo dicho perverso de que lo mata es el escándalo. De otra manera, mejor tapar antes que debilitar el poder presidencial. El segundo es que tenemos que “dejar a la justicia actuar” y devolverle “a Santos al menos la presunción de inocencia”.

Que el primer argumento es malo lo dice la experiencia reciente y toda la literatura sobre lucha contra la corrupción. Sociedades con veeduría y controles civiles fuertes, con libertad de expresión y suficiente poder moral, son imprescindibles para vigilar el manejo de la cosa pública. Nuestro problema es que acá hay poco escándalo, porque pocos denuncian y pocos se asombran. El problema es la corrupción, no la denuncia de la corrupción.

El segundo es peor. La opinión pública no ejerce justicia y no se le puede pedir que calle mientras los tribunales se pronuncian. Que la directora de un medio de noticias pida que nos callemos y que esperemos el dictamen de los jueces es una vergüenza, al menos argumentativa. Los magistrados del poder público no solo responden ante los tribunales, responden ante los electores. Y a ese responder es al que se llama responsabilidad. No es necesario que vayan a la cárcel pero sería obligatorio, en una sociedad bien ordenada, que respondieran.

El problema con Santos no son los 12 millones de Comba, ni la vueltecita gratis (eso dijo) de JJ Rendón, ni el miserable millón de Odebrecht. Asumamos que él nada supo, aunque nadie puede decir que no pasó nada. El problema con el Presidente es de confianza; a él no le cree la mayoría de la población y no parece importarle. Los partidos y congresistas tampoco le creen; transan al contado.

Como dice el filósofo Byun Chul-han, “confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una relación positiva con él” (La sociedad de la transparencia, Herder, 2013). Que la corrupción es sistémica, es verdad. Como también lo es que Santos ha propiciado incentivos y oportunidades para que aumente, y que no ha hecho nada para detenerla. El Presidente tenía que haber mostrado voluntad de controlar a los corruptos pero, al contrario, los hizo aliados. En esta inacción se pierden más de mil millones de dólares al año. Ante los tribunales el Presidente tiene que ser objeto de la presunción de inocencia, pero todo indica que ante los ciudadanos no goza del beneficio de la duda.

El Colombiano, 19 de febrero

lunes, 13 de febrero de 2017

Aquiescencia

Acudo al concepto usado por el escritor Ibsen Martínez para caracterizar la postura mayoritaria de la población que permitió el ascenso del chavismo y el colapso de Venezuela. El autor apela al caso ya paradigmático del ascenso nazi apoyado por la población (“Los peligros de la aquiescencia”, Letras Libres, 03.31.07). Años después, se avino a dar una definición: “Aquiescente trae consigo que consiente, que permite o autoriza. No sé si sea apropiado decir que se trata de un sentimiento moral. En cualquier caso, la aquiescencia es una disposición que llamaré anímica” (Martínez, “La aquiescencia”, El Diario de Caracas, 11.18.12).

Martínez señala que la aquiescencia es, a la vez, “operación intelectual y la contorsión moral”. La conjugación de estas dos cosas hace que no la debamos calificar como sentimiento moral pues los sentimientos no se someten a operaciones racionales inmediatas. Lo contrario puede ser más correcto: se trata de una operación intelectual que conduce a una contorsión moral. Citando a Sebastián Haffner menciona un rasgo muy importante de la aquiescencia cual es su forma paulatina de expansión, como esas epidemias silenciosas, asintomáticas.

Creo que una señal distintiva de la cultura colombiana es la aquiescencia; sobre la que añadiré que es un síntoma de la falta de valor civil. En el habla, la aquiescencia se expresa en dichos, “hagámonos pasito”; versículos “quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”, y consejos privados, “coma callado”, “no se meta en problemas”. La aquiescencia oculta nuestra propia inseguridad respecto al rigor con el que observamos la ley y la norma moral. Durante siglos hemos sido aquiescentes con la violencia y hace algunas décadas, por lo menos desde que López Michelsen llegó a la presidencia, con la corrupción.

Así que no me extraña que después de que nos aguantamos que el Cartel de Cali le pusiera la banda presidencial a Ernesto Samper y que en el 2010 se denunciara que otro delincuente valluno metiera 12 millones de dólares a la campaña de Santos (“El elefante que podría aplastar a Santos”, La silla vacía, 08.02.17), ahora se descubra una financiación indebida de Odebrecht a Santos en las elecciones del 2014. Durante toda la semana Santos ha sido titular, para mal, en los noticieros internacionales. Aquí se pegan de los tale Bula, Giraldo, Prieto, para que el Nobel duerma tranquilo.

Al respecto, un periodista de Colprensa me preguntó que qué iba a pasar. No dudé en decirle que nada, porque aquí no pasa nada. Después nos encontramos en medio de una guerra, un desastre, o la simple disfuncionalidad generalizada de la sociedad y nos preguntamos por qué. Es un entumecimiento moral que empieza por la manera como los medios minimizan la gravedad del asunto. Luego se convierte en una disposición que, primero, consiente las pequeñas faltas y legitima los horrores, al final.

El Colombiano, 12 de febrero

lunes, 6 de febrero de 2017

Elkin Ramírez

Sin sorpresa pero con pena recibimos la muerte de Elkin Ramírez el domingo 29 de enero. Se salió de la galería del 2016 por poco, año que se recordará por la sobrerrepresentación que tuvo el mundo de la música popular global en los obituarios internacionales. Elkin y su banda Kraken –que terminaron siendo una misma cosa– se convirtieron en parte de los artistas más emblemáticos de la segunda generación del rock colombiano. Aquella que se encargó de volver a intentarlo después de la reacción feroz que generó el Festival de Ancón (1971), de los ataques burdos de los tradicionalistas para los cuales el rock era demasiado rebelde y de los narcos para quienes, además de subversivo, resultaba afeminado.

Kraken y otros tampoco la tuvieron fácil en el mundillo del rock doméstico. En aquellos años infantiles de radicalismo y sectarismo, la estridencia metalera de Kraken con sus seguidores peludos, enlutados e introvertidos era atacada sin piedad por los cultores del punk. Como Kraken se conectó con la industria musical también fue denostado por los amantes de la marginalidad, fueran músicos, críticos o melómanos. Precisamente uno de los méritos de Elkin fue intentar llevar el rock al circuito comercial de disqueras, emisoras, periódicos y auditorios.

Elkin Ramírez se abanderó de la causa del rock nacional hasta convertirla casi en parte de la marca de su grupo y en adehala incompresible, presumo, para su compañía disquera. Pero, a pesar de ello, mantuvo un aire cosmopolita que seguía los parámetros de las bandas más populares de heavy metal hasta el punto de que en su primer disco era inevitable la comparación con Iron Maiden y la voz de Bruce Dickinson. La fusión con ritmos vernáculos –que ya había intentado Humberto Monroy con Génesis– la renovaron Aterciopelados y Juanes.

Kraken mantuvo la línea también en las letras. Los mensajes generales, ingenuos y bienintencionados propios del género, la protesta a nombre de las buenas causas y el rebusque en las frases y las imágenes. Siguiendo esa veta le abrió camino a las canciones de amor en el rock colombiano desde el primer elepé; recuérdese allí “No me hables de amor” o en Kraken II “Una vez más”. Se adelantó a su tiempo Elkin cuando decidió, en plena guerra contra Escobar, apoyar públicamente al ejército nacional. Desconcertó a muchos.

De Kraken quedará el legado de una de las mejores voces masculinas de la canción colombiana de todos los tiempos. Puede estar al lado de Álvaro José Arroyo, Alberto Fernández, Jorge López Palacio, Nelson Pinedo, Lucho Ramírez, Orlando Valderrama, por mentar algunos.

El Colombiano, 5 de febrero

domingo, 5 de febrero de 2017

Paciencia roja

Después de ocho meses de jugar mal, tener pésimos resultados, contratar refuerzos purgados, pagar por ver ensayos rarísimos en un deporte donde todo está inventado, los hinchas del Medellín volvemos al estadio, compramos abonos y con estoicismo soportamos la falta de explicaciones.