lunes, 9 de enero de 2017

Julia Talegos

Era una pequeña mujer rubia que andaba con su hijo gigante y cachetón por las calles de Envigado cargada de rabia y de bultos. Bultos grandes y pequeños y decenas de cosas amarradas con lazos o cables a los bultos. Existió en los tiempos en que estas personas eran parte del folclor pueblerino, famosas, hasta cierto punto atendidas por la comunidad y siempre jugando su papel en los rituales callejeros. Julia y Tiburrillo esperan ser contados por John Saldarriaga (si no lo hizo ya) y sus fotos pueden verse en algunos bares y restaurantes.

Me vino a la mente viendo un escenario ya común en cualquier instalación pública, en este caso, una muchacha elegante tirada (ni sentada ni encuclillada) en el suelo, pegada literalmente de un alambre a la pared. Escuchando a un hombre mayor dejando con urgencia a su mujer y gritándole desde lejos que necesita un tomacorriente. La muchacha y el señor arrastran bultos más grandes e invisibles que los de Julia y su hijo. O no tan invisibles: están atados al edificio de la terminal aérea, del hospital, del templo, si encontraran los tomas de las iglesias. Estamos en la sociedad más alambrada de cualquier época precisamente cuando la palabra inalámbrico parecía describirnos, como escribió Umberto Eco pocos años antes de morir.

En tiempos idos se decía que cada llave era una preocupación y veíamos gentes que andaban con llaveros monumentales: carros, casas, oficinas, candados, cofres. Hoy puede decirse lo mismo y se le añaden las claves de accesos a internet: correos, cuentas bancarias, centenas de sitios que te exigen registro, login, toda la información personal, que te obligan a cargar bultos de cosas, de relaciones, y que te dan la impresión de ser importante, informado, conectado, moderno y te convierten en un depósito de anuncios, ofertas, mensajes dizque personales y cliente potencial de los negocios más insólitos. Y hay que tener los aparatos supuestamente imprescindibles –como dijeron que eran el bíper, la palm y el blackberry – y cargarlos, siempre a la mano, y en muchos casos ostentarlos, porque aparato y estuche son estatus.

De Julia y Tiburrillo podía decirse que eran muy pobres, misérrimos, y se suponía que tenían problemas mentales pero gozaban de una libertad básica y natural que hoy es extraña. Sus bultos y trebejos estaban sujetos a su voluntad; el individuo de hoy está, en ascuas, a merced del titilar de los suyos. Deambulaban por el pueblo y cuando les daba la gana se sentaban en las escalas de Santa Gertrudis a ver atardecer sobre el Manzanillo y pasar la gente por el atrio. No hay atardeceres ya porque los observadores están atrapados por las pantallas, ni a quien saludar porque los prójimos caminan cabeza gacha, absortos en el timbre o los avisos de una novedad en el dispositivo.

El Colombiano, 9 de enero.

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