lunes, 28 de noviembre de 2016

Química

Hace mucho tiempo, un grupo de estudiantes de quinto de bachillerato entre los que me contaba llegó a su primera clase de química. El profesor –de cuya excentricidad fue dando muestras a lo largo del año– nos llevó de inmediato al laboratorio. Una vez allí tomó un matraz y le echó un polvo, “veneno” dijo; luego otro y repitió “veneno”, luego otro también mortal. Echó agua y el matraz empezó a despedir una nubecita de gas. El grupo que andaba concentrado se dispersó. Entonces el profe lo cogió y se tomó la mezcla. Todavía no pasábamos el susto cuando concluyó: “alka seltzer”.

Lo primero que aprendí en las clases de química era que un veneno más otro veneno podía ser una medicina o un elemento indispensable para la vida humana; que todo depende de las dosis, las mezclas y los procesos. En los estudios sociales pasa lo mismo. Una sociedad bien ordenada es una mezcla de autoridad, fuerza armada, reglas coactivas, control, autodominio, cosas que llevadas al extremo o aisladas son desagradables o nocivas. Me atrevería a decir que este símil es aplicable a todos los campos de la vida.

Lo mismo pasaba con el acuerdo para la terminación del conflicto entre el Estado colombiano y las Farc. Se trataba de evaluar si, en el conjunto, los términos de las 310 páginas que se firmaron en Bogotá el jueves pasado constituyen una fórmula adecuada para cerrar esa guerra, afianzar la presencia del Estado en el territorio y llevar al país a un nivel mejor de convivencia entre sus nacionales, entre quienes cuentan todos y cada uno de los combatientes de las Farc.

Cuando empezaron a desglosarse los vocablos y las proposiciones del texto y los innúmeros litigantes se adentraron en el laberinto sintáctico de tantas hojas, se perdieron. Y al perderse, se perdió el sentido general y el propósito por el cual el gobierno del presidente Santos se empeñó en negociar con las Farc, como quisieron Uribe, Pastrana, Gaviria y Betancur en el pasado, y como lo hicieron algunos con los paramilitares o con el M-19. Dan ganas de decir con Cavafis: ¿leíste? ¿comprendiste? Si rechazaste fue que no comprendiste.

Queda la sensación de que todo esta cositería no es más que una expresión del hecho de que para ciertos sectores de la sociedad el desarme de las Farc no es importante y que valen más un montón de abstracciones jurídicas o valores como la justicia o intereses como el de preservar intacto el estado de cosas existente. O castigar a un mal gobierno condenando a la sociedad a más calamidades.

Dije que el país era un acróbata con siete pelotas en el aire. Esta semana los voceros del no lo subieron a una cuerda floja. En esta fragilidad estaremos dos años, al menos. Años agrios.

El Colombiano, 27 de noviembre

lunes, 21 de noviembre de 2016

Este es el momento

Supimos –a las carreras– que hubo un nuevo acuerdo entre las delegaciones del Gobierno nacional y las Farc. También a las carreras hubimos de cotejar el texto del 24 de agosto y el del 14 de noviembre. A las carreras vinieron los delegados de las partes a Colombia a tareas respectivas para poder garantizar que esto termine bien. Pero hay sectores políticos y de opinión que no quieren la prisa y que envían el mensaje de que el tiempo no importa. No es cierto. Hoy lo más importante es el tiempo.

Por distintas razones, todas incontrolables por alguna de las partes, el calendario de la negociación se topó con otros calendarios que pueden ser incompatibles o introducir dificultades importantes en el proceso de desmovilización de las Farc: fin del periodo de gobierno, elecciones presidenciales, legislaturas, elecciones en Estados Unidos, fiestas y vacaciones, la próstata del jefe de Estado… El país, como el acróbata atrevido, tiene siete pelotas en el aire y todavía no agarra ninguna.

El tiempo importa porque Colombia puede quedar ad portas de que las Farc se desintegren y en lugar de una larga fila para la desmovilización de unos miles de combatientes nos queden de herencia 20 bandas criminales dispersas y sin control de ningún tipo. Dilatar más significa correr más riesgos y, a no ser que ese sea un propósito inconfesado, deben evitarse. Esta es la responsabilidad que deben asumir los dirigentes que tienen en sus manos la llave para que el nuevo acuerdo se pueda convertir pronto en una realidad para el país.

A quienes se han tornado meticulosos con la letra pequeña, la exégesis y la volátil imaginación con el texto del nuevo acuerdo hay que recordarles que el texto no lo es todo. Esa es la experiencia nacional y mundial. El texto es la base, pero la parte crucial del asunto se juega en la implementación, en las instituciones y en el resultado de las tensiones económicas, jurídicas y políticas que se desplegarán en los 10 años del tribunal y los 15 de la intervención rural.

Ese puntillismo notarial, de teólogo medieval o funcionario estalinista, que han mostrado las Farc parece reproducirse ahora por algunos partidarios del no. Moverían a risa las disquisiciones gramaticales y hermenéuticas que muestran los discutidores del acuerdo si no fuera porque nos pueden llevar a nuevas espirales de violencia en regiones que ya han sufrido en demasía y porque pueden ahondar las fracturas que ya se notan en las élites políticas, económicas e intelectuales.

Después del plebiscito quedó claro que: el gobierno escuchó a todos los sectores que propusieron modificaciones, los plenipotenciarios las asumieron como propias en La Habana, el nuevo texto es mucho mejor que el anterior. Después de este esfuerzo veremos quienes buscan la reconciliación y quienes quieren mantener abierto este frente de guerra.

El Colombiano, 20 de noviembre

lunes, 14 de noviembre de 2016

Mister Reagan

Salgo a trabajar el 9 de noviembre, temprano como siempre, y me encuentro dos señoras mayores en el andén. Sonrientes, felices de vivir, intercambiando gentilezas, mientras yo cruzo la calle, trasnochado, tratando de rumiar los resultados de las elecciones en Estados Unidos, pensando en los inmigrantes, en los mexicanos, en las futuras relaciones con Colombia, en los efectos sobre el acuerdo con las Farc, en si el dólar subirá y cuánto (yo que no tengo ni uno).

Recordé otras penas de este bisiesto. Cómo fue mi sábado 4 de junio después de la muerte de El Más Grande de Todos los Tiempos, mi pena mientras escuchaba los gritos del portero del edificio anunciando el triunfo de su equipo el día siguiente y viendo por la ventana la tranquilidad de la calle ante un duelo que me duró semanas. O la expectativa triste en los días siguientes a la muerte de Juan Gabriel, domingo, con su lunes de normalidad laboral y preguntas de lunes como si el fin de semana no hubiera pasado nada.

Uno empieza por preguntarse con el amargado de Benedetti “¿de qué se ríen?”; pasa después al sentimiento de superioridad intelectual y moral (que todavía no superan tantos derrotados en elecciones); y termina… yo, al menos, termino cuestionándome si es bueno vivir doliéndose de la humanidad, con un espasmo por lo que pasa en Siria, un dolor de cabeza por la destrucción ambiental, un mal dormir por el hambriento pueblo venezolano. Si las señoras de la acera, el portero del edificio, los profesores que detestaban al divo y a Ali, no estarán en lo correcto y viven mejor con sus perros, su gimnasio y sus libros de autoayuda.

Entonces me acordé de Mister Reagan. Él está sentado en una mesa de un restaurante hablando con el agente Smith ante un suculento filete de res, trincha, corta y se saborea. Y se dice algo como esto sí es vida. Mister Reagan viven el mundo real, apretado en una nave libertadora, con otra decena de salvadores, vistiendo ropas que rechazaría un albañil y comiendo una especie de engrudo, todos los días tres veces al día. El resto del mundo –los ignorantes, los equivocados, los egoístas, todos esos seres que parecen estar tres pasos atrás en el flujo evolutivo– vive en una dimensión en que hay filetes jugosos de res, mujeres bellas de vestidos rojos, jardines floridos. Este mundo, le dijo Morfeo a Míster Reagan, es falso pero ahora Míster Reagan está cansado y no quiere saber de realidades, ni de salvaciones, ni de ilustración, solo de filetes, vestidos rojos, jardines. Mister Reagan ya decidió reconectarse a la Matrix.

Hay más opciones: “el camino del bosque representa una nueva respuesta de la libertad” (Ernst Jünger, La emboscadura, 1988, p. 173).

P.S: Anda exquisita la muerte, Leonard Cohen.

El Colombiano, 13 de noviembre

lunes, 7 de noviembre de 2016

Alguien tiene que llevar la contraria

En tiempos idos una expresión habitual de crítica personal era “usted es la contraria del pueblo”; una forma de decir, usted piensa distinto a la mayoría, va en contra del saber convencional, no comparte los lugares comunes que conforman las creencias dominantes. La filosofía siempre ha sospechado de la opinión, doxa, le decimos en la jerga. Se le oponía a la ciencia. Pensadores como Frederick Hayek predicaron la promoción de la idea excéntrica, novedosa y minoritaria que pusiera a prueba las verdades establecidas.

Alguien tiene que llevar la contraria (Ariel, 2016) es el reciente libro en el que Alejandro Gaviria teje textos diversos alrededor de esta idea, expresada en un coloquialismo bello que guarda una similitud inconfesada con el “vivir a la enemiga” de Fernando González. El planteamiento más novedoso que hallo allí es que “el pensamiento anticientífico sigue estando muy arraigado” en Colombia (“La guerra intelectual contra la fracasomanía”, El Espectador, 29.10.16). Lo dijo en una entrevista a propósito del ensayo “El silencio de Darwin en Colombia” pero amerita explayarse sobre él, ante todo, porque esta manera de pensar afecta sobre todo los hallazgos de las ciencias sociales.

Una de las frustraciones de los practicantes de los estudios sociales en Colombia es la precariedad de nuestra influencia sobre la opinión pública. La contradicción entre el saber establecido y las conclusiones de las investigaciones es habitual, enorme y muy persistente. Hay muchas explicaciones posibles para esa brecha, una de las cuales es la creencia ya rebatida (creo en Popper) de que ciencia es la ciencia natural o solo ella. Un físico que dice estupideces –como Hawking sobre Dios– goza de más credibilidad que un sociólogo que explica la xenofobia en Europa.

Gaviria se sumó hace tiempo a las huestes intelectuales filadas bajo la bandera de Albert Hirschmann (1951-2012) en contra del reflejo catastrofista de la intelectualidad latinoamericana que nombramos como “fracasomanía”. Por supuesto, la principal responsabilidad recae en los propios intelectuales, en nuestras veleidades, enclaustramientos, contradicciones, la incapacidad o el desgano para interactuar con los mediadores: prensa, periodistas, redes sociales, maestros, predicadores, publicistas. La ignorancia invencible siempre se puede arrinconar.

No se trata de convertir en dogmas los hallazgos de la ciencia, que siempre son provisionales. Para ello es necesario cultivar el escepticismo, uno de los temas del libro. Pero siempre, siempre, el punto de partida debería ser la conclusión más probada. Y, qué pena, deberíamos recuperar el argumento de autoridad. ¿Por qué un medio difunde, como axiomas, las posiciones políticas de un poeta y no le pregunta por medicina o astronomía?

No sé mis colegas, pero yo estoy temblando desde que se anunció la publicación de una historia de Colombia con autoría de Antonio Caballero, cuyas frecuentes afirmaciones sobre el país van a contrapelo de nuestro saber social, cada vez más sólido y riguroso.

El Colombiano, 6 de noviembre