miércoles, 26 de octubre de 2016

Nuestro misántropo Nobel

Here’s to you Bob Dylan
A poem for the laurels you win

Allen Ginsberg, 1973

¿Qué podrá rondar por la cabeza del más antipático de los artistas de rock después del 13 de octubre? ¿Qué sentirá el más misántropo de los hombres públicos de nuestro tiempo después del comunicado de la Academia Sueca? ¿Festejará en secreto el señor Robert Zimmerman mientras Bob Dylan refunfuña y maldice? Si no enferma gravemente, si no muere, Bob Dylan irá a Estocolmo. Ya ha pasado por esas… en Asturias, en París, en Nueva York. Una medalla más, un millón adicional; nada nuevo.

Los más jóvenes verán a alguien tan extraño y lejano como fue para mí Yasunari Kawabata en 1968, el primer Nobel de Literatura del que fui consciente. En este siglo el rock ha pasado a ser un gusto marginal en la juventud, y Dylan pertenece a un tiempo tan antiguo que ya se registra en los libros de historia, y hace tantos esfuerzos por mantenerse distante del gran público que este le corresponde con creces. Entonces, verán a un señor muy viejo y malencarado recibir la cajita y el diploma de manos del rey y, si cuentan con suerte, escucharán un discurso desganado.

Muchos sobrevivientes verán a un coetáneo suyo con la nostalgia de quien se mira al espejo y recuerda las emociones de los himnos sobre la libertad, la paz y el cambio social compuestos por el artista de Minnesota y que sirvieron, se dice, sin intención alguna, de banda sonora a las convulsiones mundiales de los años sesenta. En la mitad está mi generación; la que llegó a la adolescencia cuando los sesenta se habían ido, The Beatles se habían disuelto y Altamont se había llevado la última muestra de inocencia en el rock. Una generación que –como dice Nick Hornby– no es dylanófila, pero tiene suficiente respeto y cultura como para albergar, al menos, una decena de sus discos, algunos libros con las respectivas letras y poco más. Bueno, poco es mucho; no tantos cruzan en tren media Europa occidental para ver al Dylan legendario y quedar sin ganas de volver a verlo el resto de la vida.

Pero, aun así, el Premio Nobel de Literatura del 2016 es nuestro Nobel. Puedo recordar el de 1982 y la emoción de ahora no desmerece la comparación. Nuestro por un asunto menor que no tiene que ver nada con el mérito literario: se le ha hecho al rock el mayor reconocimiento global como arte. Era un secreto a voces, lo dijeron John Cage o García Canclini, pero después de décadas de persecución y subestimación me sentiré más tranquilo hablando con mis amigos intelectuales, forjados en los fuegos de la cultura burguesa. Más aún; se le ha hecho un reconocimiento a la canción popular en general, cuyas líneas sabemos de memoria y no por repetidas dejan de hablarle a nuestras mentes y corazones. Un género al que García Márquez rindió tributos a través de nombres como Rubén Blades o Leandro Díaz. Un género al que Jorge Luis Borges acudió, cuando escribió Para las seis cuerdas, sin que sintiera que se estaba rebajando. A lo mejor desde la alta cultura se empiece a sentir curiosidad por los ganadores del Grammy.

Como los motivos de la Academia Sueca suelen dejar incógnitas y una veces premian obras, otras culturas o solo quieren festejar una lengua, este premio puede tener otra lectura. Reconocer de modo indirecto el peso de la Generación Beat. Al fin y al cabo, si William Burroughs no parecía tan grande o Howl podía ser solo una flor en el desierto, Bob Dylan tiene suficiente ADN proveniente de allí. Hay que esforzarse para encontrar una generación de literatos con similar influencia en la cultura popular.

Es momento de evocar, entre los cultores del rock, a Nick Cave, Leonard Cohen, Lou Reed, Patti Smith, Bruce Springsteen, Tom Waits, por mencionar los vivos; en otros géneros, a Alberto Aguilera, José Barros, Jacques Brel, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Homero Manzi, Vinicius de Moraes, por mencionar solo algunos muertos.

Generación, 23.10.16.

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