miércoles, 27 de julio de 2016

El Tiempo no sabe donde queda Marquetalia

El periódico El Tiempo lanzó hoy (27.07.16) un desafío a los lectores: "¿Cuáles de estas reconocidas regiones podría ubicar?". Se tomaron su tiempo; se trata de un mapa interactivo que describe someramente seis regiones del país, todas vinculadas con el conflicto armado y con las Farc. Y cometieron un error muy común, confundir a Marquetalia (el municipio de Caldas) con Marquetalia (el lugar fundacional de las Farc).

El caso es que la Marquetalia de las Farc no existe ni en la cartografía del Agustín Codazzi ni en Google Maps; no la puede encontrar ningún explorador de la National Geographic. Las crónicas guerrilleras y las leyendas de los testamentarios del comunismo armado, como Arturo Álape, la ubican en alguna finca de Gaitania, un corregimiento del municipio de Planadas, Tolima, cerca del río Atá.

La Marquetalia de las Farc no tiene realidad geográfica; es un mito fundacional. Tal y como son la figura de Manuel Marulanda Vélez (que tampoco se llamaba así) y gran parte de la historia de esa guerrilla. El juego didáctico de El Tiempo desnuda un fallo en la matrix colombiana: que los mediadores de ideas en Colombia han adoptado -sin crítica ni digestión- los relatos guerrilleros.

domingo, 24 de julio de 2016

Los gritos del silencio

En 1985 se proyectó en las salas de cine “Los gritos del silencio”, película que relata el genocidio que el gobierno camboyano de Pol Pot produjo en sus primeros tres años contra su pueblo. Cuando la vimos, ya Vietnam había invadido a Kampuchea, había cambiado el régimen y estaba reconstruyendo su frontera norte devastada tras una incursión china. Una guerra a tres bandas entre Estados comunistas. La película la dirigió Roland Joffé y se basaba en un reportaje del periodista estadunidense Sydney Schanberg, quien acaba de morir.

En Camboya fueron asesinados 1.4 millones de personas, lo que representaba el 20% de la población. En este caso la palabra genocidio no es un abuso. Por los mismos años, el régimen chino admitió los excesos de la revolución cultural de finales de la década de 1960 con más tibieza de la que suponía la gran reforma de “las cuatro modernizaciones”. La cortina de bambú se estremeció con menos ruido que la de hierro. El sindicato Solidaridad planteó un reto insoluble para los comunistas polacos y las denuncias de Alexander Solzhenitsyn en “Archipiélago Gulag” (1974) se habían esparcido por todo Occidente. Aun así, muchos políticos e intelectuales desestimaron estos hechos y se sintieron sorprendidos con la caída del Muro de Berlín (1989).

Latinoamérica marchó a contrapelo del mundo y vivió una oleada guerrillera que pretendía alcanzar lo que los europeos del Este y los habitantes del Extremo Oriente estaban repudiando. La gran mayoría de la izquierda latinoamericana, y en ella gentes como Cortázar y García Márquez, pensaba y actuaba como si el socialismo fueran los bellos textos escritos en el siglo XIX y no los crímenes masivos y continuos cometidos en el XX. Y aquí pasaban cosas: el M-19 asaltó el Palacio de Justicia y las Farc se lanzaron al secuestro masivo y se anudaron a la empresa del narcotráfico.

Todo el mundo sabe las consecuencias de estos cambios. Fueron tan dramáticos que el historiador Eric Hobsbawm declaró que con ellos podía darse por terminada la centuria. Esta vez, América Latina se alineó con el mundo: nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos, peruanos, de distintos modos hicieron un viraje. Casi todos los colombianos, con los procesos de paz de 1989-1994 y el acto constituyente que acaba de cumplir un cuarto de siglo. Casi todos, menos las Farc y el Eln. Casi todos, menos importantes sectores civiles que conservan sus muros mentales y con ellos amenazan con perpetuar, aún más, el derramamiento de sangre en el país.

La justicia transicional que viene permitirá oír el silencio sobre las atrocidades de las Farc, solo ellos pueden perder en ese trance. Los militares y muchos civiles ya han abonado mucho. Cuando se escuche ese silencio, será factible la desmovilización espiritual de los excombatientes y de quienes –entre insensatez y arrogancia– preservan los esquemas mentales del fratricidio.

El Colombiano, 24 de julio

lunes, 18 de julio de 2016

Un paro

En el país de las confusiones, los empresarios del trasporte de carga se asumen como movimiento social y el sabotaje en las carreteras como protesta o paro. Dan lo mismo los indígenas que bloquean la carretera panamericana por un problema de tierras con palos y piedras, que los señores que atraviesan fierros que cuestan varias decenas de millones de pesos para evitar que circulen las mercancías por las carreteras colombianas. Los resentidos de gran ciudad creen que los únicos perjudicados son los industriales y, por ello, se desentienden del asunto o le simpatizan en secreto.

Hace más de tres décadas Jesús Antonio Bejarano (1946-1999) –quien sigue haciendo falta después de haber sido asesinado por las Farc– intentó introducir en Colombia el debate sobre los grupos de presión, mostrando las diferencias entre estos y los sindicatos. El tema, que yo sepa, sigue casi virgen. Los estudios sobre movimientos sociales son marginales en el país y, en cualquier caso, carecemos de una teorización que nos permita analizar, tipificar y clasificar las distintas formas de organización social y desobediencia a la autoridad. Se trata de un daño colateral del ocaso de la sociología en Colombia. Y eso que Andrés Oppenheimer vino a proponernos acabar con las humanidades y las artes (“América Latina necesita menos poetas y más técnicos y científicos”, El Tiempo, 03.07.16).

No creo que se necesite mucha tinta ni mucho seso para entender las diferencias entre una organización social y un gremio. Los gremios son asociaciones de empresarios y a esa categoría pertenece la Asociación Colombiana de Camioneros, en cuya razón social debe entenderse que no es camionero el conductor sino el dueño que lo es, usualmente, de varios vehículos. También hay que ver qué es un paro. Siempre la literatura clásica sobre movimientos sociales entendió que los ceses de actividades eran acciones voluntarias. Pero lo que vemos en las carreteras colombianas tiene poco de eso, pues gran parte del paro es forzoso. Se parece más a una actividad de sabotaje.

La última confusión es evaluativa. En el país pasamos del extremo de considerar que toda protesta era subversiva y lesiva para el Estado de derecho a creer que toda protesta es legítima. Se trata de un sofisma. No toda protesta es legítima. Hay que evaluar sus propósitos y motivaciones, los medios a través de los cuales se desarrolla y las consecuencias que tiene respecto del interés público, que por definición es superior a cualquier interés sectorial. Sin mirar los objetivos de los trasportadores, está claro que los medios que están usando son violentos y que están afectando a la población de los municipios más pobres que se están quedando sin provisiones.

Queda el gobierno que instauró la idea de que todas las relaciones y los conflictos sociales del país se resuelven con plata o con promesas de plata. ¡Mercader!

El Colombiano, 17 de julio.

miércoles, 13 de julio de 2016

Steiner sobre Ali

El señor Mohammed Ali era también un fenómeno estético. Era como un dios griego. Homero habría entendido a la perfección a Mohammed Ali.

George Steiner
En George Steiner: “Estamos matando los sueños de nuestros niños”, El País, 1 de julio de 2016

lunes, 11 de julio de 2016

Matar al mensajero

Dijo Sófocles, en Antígona, que “nadie ama al mensajero que trae malas noticias”. Mi experiencia en la Colombia del tercer milenio es casi por completo la contraria: nadie ama al portador de buenas noticias. Uno de mis maestros –el padre Carlos Alberto Calderón– solía hablar de realismo esperanzado. Una calificación afortunada para una ubicación en el mundo como la que pensaran Hume o Kant.

De este modo, el analista social puede encontrar en la realidad las preguntas y las dificultades, pero también las posibilidades y las palancas para moverla. Tal consejo ayuda a mantener la ponderación, a mostrar matices y apartarse de los peligros que suscita la certeza. En palabras bastas, ayuda a ver siempre el vaso medio lleno, que es como suele estar con las excepciones muy raras de calamidades o bendiciones. No siempre cae maná del cielo pero tampoco hay un diluvio universal.

Sin embargo, una de las reacciones más comunes en mis auditorios es de incomodidad y molestia. En mis temas de investigación, por ejemplo, cuando sostengo que Medellín vive su mejor situación de seguridad en 30 años o que todos los procesos de desmovilización en Colombia tuvieron resultados positivos –incluyendo el de los paramilitares. Al tipo de gente que acude a los auditorios académicos le disgusta que le digan que hay cosas que funcionan bien. Parece que la supersticiosa costumbre antigua de matar al mensajero de malas nuevas hubiera sido sustituida por la de detestar a quien muestra el lado amable del mundo. No es raro que en los campus se confunda la crítica con el denuesto.

Ello tal vez devele uno de los rasgos sociales más pronunciados de la sociedad colombiana, el de la desconfianza, la suspicacia que lleva a ver a cada congénere como amenaza y cada acto como velo de segundas intenciones. Pocas conductas hay tan irracionales y perjudiciales para la vida social. No hay cooperación posible si no se confía mínimamente en el otro, ni conversación viable cuando se presumen razones distintas a las que se escuchan.

Dice uno de los protagonistas de la última novela de Amos Oz: “El recelo, al igual, que el ácido, corroe el recipiente que lo contiene y devora al receloso mismo: protegerse día y noche de todo el género humano, estar tramando sin cesar cómo escapar de las intrigas y cómo evitar las conspiraciones y qué treta utilizar para olisquear de lejos una red tendida a sus pies, todo eso causa por fuerza daños irreparables, y esas cosas son las que dejan al hombre fuera del mundo” (Judas, Siruela, 2015).

El receloso, suspicaz, desconfiado, no ayuda y tampoco se ayuda. Causa daños irreparables, dice el escritor israelí, a los demás y a sí mismo. No tiene nada que ver con el escéptico, ni con el crítico, ni con el irónico.

El Colombiano
, 10 de julio

jueves, 7 de julio de 2016

Carta de docentes universitarios sobre el proceso de paz

Quienes firmamos esta carta apoyamos los esfuerzos realizados para encontrar una solución negociada al conflicto armado. Creemos que continuar la confrontación a cualquier precio causará muchas más heridas y ahondará las que ya han causado los intervinientes. Además, impedirá que la sociedad colombiana desarrolle las habilidades necesarias para enfrentar los desafíos asociados a los cambios del entorno global y al gravísimo deterioro del medio ambiente natural.

Dicho esto, no creemos que la paz deba procurarse comprometiendo otros valores fundamentales como la justicia y la democracia. Antes bien, estamos convencidos de que es posible alcanzar una solución pacífica del conflicto armado que realice, en la medida de lo posible, esos valores fundamentales. Cualquier otra actitud conduciría a la negación del valor de la vida misma, como parece ser la disposición de quienes se apegan al viejo adagio latino Fiat justitia, et pereat mundus (Que se haga justicia, aunque el mundo perezca).

En este orden de ideas, en primer lugar, exhortamos al ELN para que le ponga fin a la realización de secuestros y para que libere a todos los rehenes que tenga en su poder. Los secuestros son una violación al derecho internacional humanitario (DIH) y un obstáculo al inicio de las negociaciones de paz con el Gobierno nacional. Esperamos que esta organización guerrillera dé muestras de buena voluntad, que motiven a la sociedad colombiana a apoyar esas negociaciones.

En segundo lugar, exhortamos a las FARC a que le pongan fin a la extorsión y a la intimidación que continúan ejerciendo en muchos lugares del país. Actos de ese tipo también son una violación al DIH, que erosionan la confianza en el proceso de paz. Deploramos, además, su actitud reticente en lo que concierne al reconocimiento del enorme sufrimiento que esta organización ha causado en la sociedad colombiana. Con esa actitud, las FARC añaden insulto a la herida que sigue abierta en el corazón de muchísimos colombianos. Cuanto antes, queremos ver de su parte gestos claros de admisión de responsabilidad por hechos que no se pueden excusar alegando la violencia ejercida por los demás intervinientes en el conflicto armado. Los miembros de las FARC, así como todos los demás victimarios, tienen el deber histórico de asumir la responsabilidad individual que les corresponda, pedir perdón a sus víctimas y contribuir a la reparación del daño causado por sus acciones.

En tercer lugar, consideramos equivocado equiparar los acuerdos de paz a un acuerdo humanitario especial y postular que dicho acuerdo hace parte del bloque de constitucionalidad. Somos conscientes de que la confianza entre las partes se solidificará mediante la garantía de que lo firmado no podrá ser modificado unilateralmente. Sin embargo, ese objetivo no se logrará mediante fórmulas jurídicas cuya idoneidad ha sido puesta en duda por varios expertos. De lo que no tenemos duda es de que la fórmula jurídica debe expresar una política de Estado, que no esté sujeta a los cambios de gobierno.

En cuarto lugar, requerimos del Estado colombiano diligencia para proteger a las personas que hoy reclaman la restitución de sus tierras y le pedimos que aclare cuanto antes la muerte de los líderes sociales asesinados durante el tiempo en que se han desarrollado las conversaciones de paz. Dado que la política agraria es uno de los ejes de los acuerdos de La Habana, proteger a los campesinos que fueron despojados de sus propiedades y que quieren regresar a ellas es crucial para que la paz sea una realidad.

La materialización de la paz es una tarea que, somos conscientes, desborda el ámbito de las negociaciones con los actores armados. Para que esa materialización sea efectiva, es necesario que el Gobierno nacional y la clase política le den una clara respuesta a clamores de la ciudadanía en temas tales como la inseguridad urbana, el pésimo servicio de salud, la desigualdad económica y el deterioro del medio ambiente. Por tanto, esperamos que Gobierno y Congreso logren formular una estrategia clara contra las nuevas formas de criminalidad en las ciudades, realizar una reforma a la salud que le ponga punto final a los abusos de los operadores privados, sacar adelante una reforma tributaria que castigue no a la clase media sino a los sectores que han expatriado sus capitales a paraísos fiscales, y también abandonar una particular idea de progreso, que hoy alimenta la destrucción de nuestras riquezas naturales.

En quinto lugar, vemos con enorme preocupación el llamado que ha hecho el expresidente Uribe a ejercer “resistencia civil” contra los acuerdos que el Gobierno nacional y las FARC negocian en La Habana. En el contexto de la retirada de los miembros del Centro Democrático de las sesiones del Congreso, ese término evoca formas de oposición extrainstitucionales, que van en contravía del compromiso que tienen todos los partidos políticos de actuar dentro del marco de la Constitución y de la ley. Por tanto, instamos a los miembros del Centro Democrático a que regresen al Congreso. A éste y a todos los demás partidos les demandamos apelar a la razón y no a emociones primarias cuando debatan sus tesis en el foro parlamentario, así como en todos los demás espacios de discusión. A los medios de comunicación les pedimos que ejerzan su función de manera imparcial y responsable, de forma que la disputa de las ideas no se convierta en la ocasión de un enfrentamiento cruento entre los colombianos.

Finalmente, le hacemos un llamado a todos los ciudadanos a que pongan su grano de arena en la construcción de un país diferente, con paz, justicia y democracia. Cada uno de nosotros tiene una gran responsabilidad en este proceso de construcción. Esa responsabilidad comienza con la renuncia al ejercicio de la violencia y la superación de la intolerancia, y precisa de la disposición para dialogar, especialmente con aquellos con quienes tenemos desacuerdos. Honrando el cumplimiento de esta responsabilidad, podremos construir un país donde quepamos todos.

Santiago Arango Muñoz, Universidad de Antioquia - Olga Arcila Villa, Universidad del Rosario - Luz Stella Cadavid Rodriguez, Universidad Nacional - Melba Libia Cárdenas Beltrán, Universidad Nacional - Vicente Duran Casas S.J., Universidad Javeriana - Francisco Cortés Rodas, Universidad de Antioquia - Irma Alicia Flores Hinojos, Universidad de los Andes - Iván Garzón Vallejo, Universidad de la Sabana - Jorge Giraldo Ramírez, Universidad EAFIT - Juan Gabriel Gómez Albarello, Universidad Nacional - Luis Francisco Guerra Garcia, Universidad Santo Tomás - Carola Hernandez Hernandez, Universidad de los Andes -
David Andres Jiménez, Universidad Santo Tomás - Edna Patricia López Pérez, Universidad Pedagógica Nacional - Alexander Emilio Madrigal Garzón, Universidad Nacional - David Santiago Mesa Díez, Universidad de Antioquia - Giovanni Molano Cruz, Universidad Nacional - Ana Maria Ospina Bozzi, Universidad Nacional - Carlos Alberto Patiño Villa, Universidad Nacional - Isaías Peña Gutiérrez, Universidad Central - Jairo Alexis Rodríguez Lopez, Universidad Nacional - Sonia Marsela Rojas Campos, Universidad Central - Nydia Milena Saavedra Mesa, Universidad Nacional - Ruben Ignacio Sanchez David, Universidad del Rosario - Doris Adriana Santos Caicedo, Universidad Nacional - Mauricio Uribe López, Universidad EAFIT - Diego Alejandro Torres Galindo, Universidad Nacional


lunes, 4 de julio de 2016

No y qué

El referendo para decidir la permanencia o no de Gran Bretaña en la Unión Europea ha puesto de presente varias cosas. Que un puñado de demagogos puede obnubilar a una mayoría de la población. Que en un ambiente de alta emocionalidad, mucha gente –como en las fiestas– puede hacer lo que en el resto de sus días no haría. Que Aristóteles sigue teniendo razón al temerles a las mayorías ocasionales que pueden borrar de un plumazo la obra de las mayorías estables del pasado. Que las aventuras son costosas.

Por esa razón hace varios años (“Consejos al margen de la mesa”, El Colombiano, 12.09.12) me opuse a que hubiera injerencias externas en una negociación en la que el gobierno era el representante de la sociedad colombiana. El argumento era elemental: el Presidente de la República goza de una investidura legítima y –aquí y en Cafarnaúm– los jefes de estado deciden sobre la guerra y la paz. ¿Necesitó Álvaro Uribe un referendo para establecer la seguridad democrática, tan necesaria y costosa como este acuerdo?

La desconfianza de las Farc en el resto del país nos ha llevado a un esquema kafkiano de supuestos blindajes que incluyen el referendo. De allí el pulso inaudito que se viene entre el sí y el no. Inaudito porque, como dijo san Agustín, nadie está en contra de la paz. Nadie con dos dedos de frente y un gramo de conciencia. Por eso, los despuntes de un partido del no se tienen que hacer con sofismas, prejuicios y rabias. Pero, aun así, eso no basta. Porque en la vida pública no es suficiente con decir que no.

Los filósofos españoles Victoria Camps y Salvador Giner afirman que decir no es una virtud cívica (Manual de civismo, Ariel, 2014), pero ese decir no siempre debe entrañar una propuesta. En Gandhi, la independencia del país; en King, los derechos civiles de los negros. Pero en el caso colombiano no hay propuesta, ni –creo yo– probabilidades de una. Y para un líder y un partido políticos, salir a la escena pública sin alternativas viables de acción es una irresponsabilidad.

Los acuerdos de La Habana no se pueden congelar con un no. A estas alturas, es bueno que se tenga en mente que los acuerdos no son solo esas 140 páginas que han torturado los negociadores. Alrededor de ellos se han venido tejiendo redes de relaciones, discusiones, consensos, instituciones, en el país y en el mundo. La única oferta es volver al pasado, cosa imposible, y barajar de nuevo puede ser muy costoso. Desbaratar esto puede ser tan complejo como para Reino Unido salirse de la Unión Europea. No sé si Boris Johnson se dará cuenta de lo estúpido que suena cuando pretende que no ha pasado nada (mientras la economía tambalea y el Estado amenaza colapsar).

El Colombiano, 3 de julio