lunes, 22 de junio de 2015

Taurete

En El testamento de María (Colm Tóibín, Lumen, 2014) hay una presencia implícita. No es permanente, ni obsesiva, se limita a un taurete (los citadinos de diccionario en mano dirán taburete; los demás siempre hemos dicho taurete por estos lares). Un taurete que María mantiene en la sala de su casa y que no deja tocar. Hay un momento de indignación cuando Juan o Mateo –que la interrogan pensando solo en la utilidad de sus declaraciones– quieren cogerlo para sentarse. Es el taurete de José.

El escritor irlandés se ocupa tangencialmente de la probable vida doméstica de la sagrada familia. José no es más que esposo y padre pero tampoco es menos. Hace 500 años Teresa de Jesús intentó recuperar la figura de José para el santoral y la exégesis cristianos. No parece haber tenido mucho éxito. La iglesia católica relegó a José a la condición de carpintero y se lo regaló a los trabajadores, para después perderlo ante los mayores bríos del credo socialista y la sacralización del día de los trabajadores.

Tal vez sea este el mayor fracaso teológico del cristianismo. Durante la modernidad el cristianismo ha insistido –con acierto creo yo– en la importancia de la institución familiar, pero la familia teológica nació coja: la madre fue elegida por Dios, el hijo es Dios mismo y el padre, ni siquiera es padre, es un advenedizo sin voz ni acto. Tratando de realzar el carácter amoroso del Nuevo Testamento, la iglesia concentró toda la capacidad del amor en María. Juan Pablo II, incluso, la equiparó a la trinidad. Después, esta concepción se decantó en el imaginario popular en el dicho “madre solo hay una, padre es cualesquier…”.

Les dejo este asunto a los teólogos y a los sacerdotes. A mí el cristianismo me interesa como institución social, como creencia que define los términos en que gran parte de nuestra sociedad interpreta el entorno e interviene en él.

La metáfora del taurete es perfecta para representar a un padre presente, protector y dialogante; activo pero no imponente; tutor pero no conductor; maestro pero no jefe. Nuestra sociedad se está quedando sin padres. La violencia y las disfuncionalidades de la familia tradicional van dejando expósitos a gran parte de los niños y jóvenes que crecen entre nosotros. Las luchas (muchas de ellas pertinentes) de las mujeres contra el machismo y el patriarcalismo adquirieron visos radicales y execraron la figura del padre, la mayoría de las veces.

El largo proceso espontáneo de formación de normas y roles familiares y sociales, de creación de imaginarios y lenguajes, implicó una densa compresión del significado de la paternidad y de su función y responsabilidad ante la familia y la sociedad. Hoy, la figura paternal está sometida a un proceso de destrucción simbólica y física con resultados muy negativos para todos.

El Colombiano, 21 de junio

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