miércoles, 11 de junio de 2014

Blanco

Hace 180 años Alexis de Tocqueville sentenció: “no son los colores, son los matices los que más combaten entre sí”. Este aserto cabe perfectamente en la actual coyuntura. En la primera vuelta por la presidencia naufragaron azul, amarillo y verde; subsistieron dos agrupaciones peregrinas, con distintivos multicolores y logos fugaces. Y allí entre estos matices se desató la lucha feroz que presenciamos y que no cesa.

Hace 105 años el pensador boyacense Carlos Arturo Torres usó la observación de Tocqueville para criticar duramente la intolerancia política y para propender por la concordia. Y, libro aparte, lo hizo tendiendo puentes entre la herencia de Rafael Reyes y sus sucesores. Torres goza de poco aprecio y baja circulación en un país que festeja los desafueros y las visiones maniqueas.

La pugna entre los matices de la Unidad Nacional y el Centro Democrático se ha enervado artificialmente en un intento por ocultar que ambos tienen la misma genética, el mismo temperamento, pero distintas comparsas. Se equivocan quienes creen que los sentimientos de los dirigentes no juegan un papel importante en las trayectorias de sus agrupaciones políticas. De no mediar este conflicto emocional, Santos podría ser ministro de defensa o de comercio de Zuluaga y Zuluaga ministro de hacienda o de salud de Santos.

Que la disputa haya seducido al 40% del electorado y al 99% de los formadores de opinión no la hace más genuina. La miseria del debate político no ha sido superada por los argumentos que ofrecen los analistas y columnistas. Las personas calmas y cerebrales que conocíamos han mostrado la potencialidad que tenían para el ataque personal cayendo en la demonización de Uribe y Santos, y augurando apocalipsis después del 15 de junio.

El país se llenó de supersticiones y suposiciones, y desde allí se aprueba y se condena sin desparpajo. El ciudadano común se ha comprometido fervorosamente en esta lucha sin razonabilidad pública alguna. En una elección que resultará muy cerrada –si los encuestadores no andan despistados– la inversión psíquica que el ciudadano común ha puesto en la campaña puede dejar secuelas peligrosas para la cohesión de nuestra sociedad. Hacia allá han llevado las aguas la dirigencia política, algunos grandes medios y los intelectuales que eligieron convertirse en misioneros.

En este contexto el voto en blanco en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales tiene sentido. Tiene sentido desde la ética de la convicción, que es la única que se le debe exigir al votante. Tiene sentido político como mensaje a la dirigencia nacional, si esta fuera capaz –como la europea hoy– de escuchar el mensaje detrás de los votos que no los acompañan. Tiene sentido cultural porque podría mostrar que en el país existen reservas para promover la confianza y la cooperación. El blanco es una opción para votar sin taparse la nariz.

El Colombiano, 8 de junio

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