miércoles, 31 de julio de 2013

Horizontes 2013

Entre las varias efemérides centenarias importantes de la región –que anda rescatando el periodista Reinaldo Spitaletta en su programa de Radio Bolivariana– está la presentación en sociedad de “Horizontes”, el famoso cuadro de Francisco Antonio Cano. Con esta obra, como con otras, pasa que son tan familiares e interpretan tan bien un imaginario regional, que siempre nos parecen obvias.

No sé si estuvo en la intención de los organizadores de la exposición “En el horizonte de Cano: una mirada desde el arte actual”, que está a punto de cerrarse ya en la Universidad Eafit, cuestionar esa obviedad cuando convocaron a varios artistas a trabajar sobre la obra en una perspectiva que no podía sino ser contemporánea. Y no interesa, pues el hecho es que se cumple.

Me llama la atención la instalación “Natura” de Freddy Alzate, que podría llamarse apocalíptica sino fuera ya una realidad en las zonas de Antioquia depredadas por la minería informal del oro, los cultivos ilícitos y la feroz y poco denunciada explotación de la madera. Y que cada vez es más probable en nuestros centros urbanos por la falta de compromiso ambiental y de responsabilidad cívica de los constructores.

Dora Mejía, en “Multitud”, muestra el principal agente de todos los riesgos: la sobrepoblación que ya no deja ver montañas, ni verdes, a veces ni cielos. La misma que dejara sin habla hace algunos años a un colega neozelandés con una cerveza en mano en Santo Domingo Savio, porque en los ojos le cabía toda la población de Nueva Zelanda con solo girar la cabeza 180 grados. Y que por virtud de planeadores y curadores está sembrando las montañas de casas de varios miles de millones de pesos.

En “Una serie de horizontes”, César del Valle hace de la desesperación un poema. Los pocos segundos en que Ramiro Meneses –en una escena de “Rodrigo D”– mira con tristeza a través de una ventana y se golpea repetidamente la frente contra el cristal se convierten, mediante la reiteración, en una imagen angustiante que describe con elocuencia los momentos cumbre del no futuro en Antioquia.

En unos pocos centímetros cuadrados de papel, Catalina Salazar recuerda que, al fin y al cabo, este mundo, sus ideas y sus paisajes son una creación; no son una simple cosa recibida. Ella invierte la mano izquierda campesina de Cano y la muta a la derecha divina de Miguel Ángel. Hace parte del trabajo “Copia horizontal” del Taller La Estampa. Y desafía –me parece– las anteriores inquietudes. Si el mundo es una creación, humana como yo la veo, todo lo que sucede a nuestro alrededor será porque quisimos que así fuera, porque nos desentendimos y otros lo hicieron a su modo o porque, enterándonos de lo que pasaba, nos dejamos vencer por la pasividad y el conformismo.

El Colombiano, 28 de julio

jueves, 25 de julio de 2013

Fuerzas extrañas

La palabra “fuerzas extrañas” es la más usada por estos días en Colombia y es probable que sea una de las más usadas en el país desde que tengo uso de razón. Más aún, se podría aventurar que es un invento colombiano; uno de nuestros aportes a un diccionario de política. Porque se usa como término político. En estas semanas se usa a propósito de la decena de paros que se le vino encima al gobierno. Lo usan periodistas que se las dan de progresistas, el gobierno que se las da de moderno y los gremios que no se las dan de nada.

A quienes nacimos con el Frente Nacional la palabra “fuerzas extrañas” nos causa irritación. Durante más de 5 décadas se ha usado para justificar atropellos y desoír a la gente. Pero junto con las emociones debe ir el análisis político. La palabra fuerzas extrañas puede ayudar a entender el tipo de régimen político que tenemos y la clase de dirigencia política que medra en él.

Fuerzas extrañas es una expresión usada por el gobierno para deslegitimar las manifestaciones sociales de inconformidad. Cuando se usa ya se está reprobando la libertad de expresión y movilización de los ciudadanos y se están desconociendo los análogos derechos constitucionales. A la vez, un gobierno que hace eso, socava su propia legitimidad al quebrar una de las vías principales para interpretar las demandas de la sociedad.

En esto Juan Manuel Santos se parece más a un primer ministro árabe que a cualquier gobernante democrático. Basta que hubiera seguido el ejemplo de Dilma Roussef en Brasil para que se le hubieran ocurrido algunas ideas más sensatas de como dirigirse a grupos de inconformes.

Que el gobierno use la expresión fuerzas extrañas para sindicar a un congresista resulta casi de la misma gravedad. En las democracias los congresos están hechos para representar los intereses de sus electores, incluyendo intereses gremiales o corporativos. Lo que es vergonzoso hoy en el congreso es que los congresistas que salieron electos con los votos de los mineros, cafeteros, camioneros, paperos, no usen el legislativo para exponer abiertamente sus posiciones y defender sus intereses.

En época de elecciones –y ya vienen unas– el congresista va y le pide votos y plata a todos esos grupos. Una vez electo les hace pistola y se sienta a recibir las gabelas del Ejecutivo y a votar todo lo que les diga un ministro. Cuando esos grupos de ciudadanos o de presión necesitan voz, el congresista tampoco se las da y entonces se van a la protesta. En ese momento el congresista se esconde y si no se esconde el gobierno lo acusa de ser parte de las fuerzas extrañas.       

Fuerzas extrañas: un reflejo de la baja calidad democrática de gobernantes y clase política.

El Colombiano, 21 de julio

martes, 16 de julio de 2013

Constitución de ciudad

Es bien conocida la distinción clásica que hizo Ferdinand Lasalle hace siglo y medio sobre la constitución política de un país entre la real y la de papel. Las ciudades también tienen sus constituciones. Tenemos los planes de desarrollo que se socializan en los medios públicos y privados, en costosos impresos, se revisan y monitorean en los concejos, los proyectos ciudadanos –donde los hay– y las rituales rendiciones de cuentas.

Pero también existe la constitución real en una ciudad y buena parte de ella se juega en el Plan de Ordenamiento Territorial, el famoso POT de la jerga técnica y administrativa. ¿Por qué es posible que un vecindario termine rodeado de bares y discotecas? ¿En virtud de qué es posible que a un barrio residencial le claven un casino en medio? ¿Por qué una zona de montaña, sin vías ni andenes, puede acabar sembrada de torres de 20 pisos? ¿Cuál es la razón para que hospitales y centros educativos puedan cercarse con lugares de diversión? ¿Por qué te pueden meter un puente por la ventana de la sala de tu apartamento en el cuarto piso? Buena parte de las explicaciones están en el POT.

Y el POT no se ve en las campañas electorales, ni en los planes de desarrollo, ni siquiera en los informes de gestión pública o en los análisis de la calidad de vida. No se ve. El POT es el sustrato, es la constitución. Lo demás son las vestimentas, el modo de hacer las cosas. En los POT aparecen los verdaderos factores de poder. ¿Por qué le interesa la administración pública a los constructores, empresarios del juego y la diversión, propietarios y especuladores de la tierra urbana? Por el POT. De eso saben y ahí meten la mano, lo demás son fruslerías.

Ahí está gran parte de la constitución de una ciudad. No toda. La otra se juega en la ilegalidad. ¿Me autorizan un edificio de 10 pisos? Pongo 2 más y después veremos. ¿Me dieron licencia para una tienda? Pongo licorera y música en la calle; que después me reclamen. ¿Restaurante? Con cuatro mesas me apropio de los andenes; ¿alguien protestará?

En los POT se juega la economía política de una ciudad, quiénes serán ricos en los próximos 20 años y quiénes verán desvalorizado su patrimonio para siempre. Buena parte de los problemas de convivencia y de seguridad de una urbe se define en la forma como se ordena el territorio, como se estipulan las actividades sociales y económicas en las zonas de la ciudad. Después de que usted ponga cierto tipo de negocios en un barrio, no habrá policía que valga para controlar el narcomenudeo o las riñas de fin de semana.

Pocas cosas afectan tanto la vida cotidiana de un ciudadano como un POT, pocas le son tan ajenas.

El Colombiano, 14 de julio.

jueves, 11 de julio de 2013

La época presente

La época presente es una época de indolentes, charlatanes, incongruentes y agoreros. Es un diagnóstico fragmentado que brota de la primera lectura de un texto fascinante, elusivo, engañosamente fácil, publicado en 1846. De esa obra dijo Karl Jaspers hace ochenta años que parecía haber sido “escrita ayer”. En 2013, sin ninguna originalidad, podemos decir que parece haber sido escrita anoche mismo.

La época presente no es buena para los hombres de acción. El modelo dominante es el individuo “que se queda en la cama por la mañana “: sueña mucho, se adormila, enseguida se echa un cuento para no levantarse. También tiene su opuesto: se levanta temprano, corre, se comunica (tiene 200 mensajes en la bandeja de entrada), termina agotado el día y al final no ha hecho nada. Es el reverso de la inactividad; la trabajadera improductiva.

La época presente es una época de charlatanes. No se conversa, solo se charla. La conversación es versar conjuntamente sobre algo; en la charla parece que se dice algo “solo porque se mencionan nombres”, pero no se dice nada. Como se afirma en el nombre de un programa de radio, “hablar por hablar”. El texto nos dice que es “una habladuría público- privada sobre cosas que nadie se atrevería a hablar en una asamblea y sobre lo que ningún charlatán admitiría haber charlado”. El pecado de hoy es tanto hombre público negando lo que dijo y guardando silencio sobre lo que debiera pronunciarse.

La época presente es de individuos incongruentes. Abundante en expertos en ver la paja en el ojo ajeno; en rajar del que hace y elogiar al que simula que hace y que es simplemente un tramitador, un experto en dejar pasar, en hacer mantenimiento. El arte del hombre del presente es impedir “que algo suceda y que sin embargo parezca que algo sucede”. Peor aún, estamos en un tiempo en que los justicieros desarrollan la misma ley que los asaltantes.

La época presente es una época de agoreros. Se hace muy poco y casi todo lo que se hace son promesas, profecías y apocalipsis. Ya es común que al gobernante se le acaben los periodos hablando como candidato y sin mostrar realizaciones. Y que las galerías se enzarcen entre los predicadores de mediodías y los arúspices de medianoches, porque para ellos no hay medias luces; ni madrugadas, ni crepúsculos.

Hace 200 años nació el autor de “La época presente”, el filósofo danés Soren Kierkegaard. Un moderno crítico de la modernidad, un cristiano crítico de la iglesia, hijo de un tiempo con el que está desilusionado. Un nombre casi familiar desde el bachillerato (¿se mencionará hoy en las aulas?). Un nombre conocido para el individuo culto o para el simple ojeador del Pequeño Larousse. Con una obra que todavía espera ser leída.

El Colombiano, 7 de julio

miércoles, 3 de julio de 2013

Mandela

Cada cual es libre de escoger a sus héroes. Pertenezco a una generación que acostumbraba a bautizar a sus hijos con los nombres de sus nostalgias. De ahí que tengamos tantos Camilo, Ernesto, Vladimir, cuarentones; después tantos Juan Pablo, casi treintañeros. En el gobierno anterior tuvimos un funcionario de ministerio bautizado en un arranque de sinceridad: Hitler Rousseau, se llama (todavía, creo).

Estos son los arriesgados; los que se aventuraron en el registro civil de sus hijos con los azares de la vida de personajes temerarios. También existen los suicidas. No hace mucho, en su columna de El Espectador, Alfredo Molano confesó sus muertos: Gaitán (un fascista díscolo), Guevara (un guerrillero inepto), Chávez (un lunático). Así que elegir un héroe o un mártir siempre es un modo de atarse. Los que bautizan, al presente; los tumularios, al pasado.

Uno también puede elegir héroes como modelos de futuro. Sin buscar las figuras que representan nuestra trayectoria pretérita ni engañarse con herencias podridas. Podemos pensar en las figuras que representen una conducta mejor que la nuestra, que prefiguren un futuro más amable que el que nos prometieron los vendedores de utopías.

A esta categoría puede pertenecer Nelson Mandela. Si aceptamos –como yo lo hago– la idea de Eric Hobsbawm de que el siglo XXI empezó en 1989, las figuras que más han contribuido al cambio en este tiempo serían Deng Xiaoping, Mijail Gorbachov y el líder surafricano. Pero hay una diferencia crucial entre ellos. Solo Mandela emergió contracorriente, construyó el poder desde abajo y desde afuera, y con las manos abiertas.

Nelson Mandela representa la insurgencia civil, el valor de transar con los enemigos, la modestia de avanzar paso a paso, la sensibilidad para juntar a los muchos y neutralizar a los pocos. Entre todos los líderes contemporáneos, Mandela es el único que puede ser llamado libertador y fundador de una nueva patria. Siempre fue más amado desde la cultura popular que por la intelectualidad romántica. En este caso, prefiero los afectos de Bono que las adscripciones Gianni Vattimo.

No deja de ser sintomático que en Colombia hayan existido leninismo, franquismo, castrismo, chavismo y no exista mandelismo; eso nos retrata en la falta de moderación política. Pero es que, además, mandelismo no existe en ninguna parte del mundo, ni siquiera en Suráfrica. Esa es una demostración de que el talante del fundador del Consejo Nacional Africano era refractario al caudillismo.

Nelson Mandela está en la historia. También él se hizo a sí mismo siguiendo la ruta de figuras emblemáticas como Henry Thoureau y Mahatma Gandhi; renunció a la herencia de Shaka Zulu y se apartó del camino de los líderes nacionalistas africanos, aferrados al poder, borrachos de avaricia, muriendo odiados. Prefirió parecerse a Martin Luther King y fue amado por Muhammad Ali.  

El Colombiano, 30 de junio