lunes, 30 de diciembre de 2013

No es tiempo de celebraciones

Es mejor siempre corregirse que confirmarse, especialmente cuando aquello que se revisa tiene un aspecto negativo, pero a veces la realidad se empecina por más que intentemos refrescar la mirada. Hace dos años, en esta misma columna, afirmé, dando cuenta de la situación nacional, que “estamos viviendo en una burbuja llena de una autocomplacencia que no tiene justificación” (El Colombiano, 26.12.11). Hoy debo reafirmar mi pesimismo respecto a la situación del país.

De parte del gobierno nacional, solo un dato: acaba de anunciar con bombos y platillos que el 2014 será el “año de la gran ejecución por la ola invernal” (El Tiempo, 13.12.13). ¡Una vergüenza! Tres años después, 300 muertos después, 3 millones de damnificados después, el gobierno se ufana haciendo otra promesa con fuerte ingrediente electoral.

De parte de la sociedad, el país presenció el alzamiento social más importante del último medio siglo durante las jornadas que recibieron el nombre de “paro agrario”. La gravedad del acontecimiento radica en que mostró que en Colombia existe una gran inconformidad en la población y que esa inconformidad no encuentra canales de expresión ni en el congreso, ni en los partidos, ni en las organizaciones sociales tradicionales. Y la historia enseña que ese tipo de expresiones tienen consecuencias. Hoy nadie está pensando en ellas.

Así que debo insistir en una visión gris de la situación del país y me viene a la mente, entonces, una obra del gran artista que murió este año: Lou Reed. En 1988 cuando todo parecía inmóvil y tranquilo publicó un disco (New York) que expresaba la desazón que se desbordó después en los hechos de 1989 que cambiaron la historia y el rumbo de todo el mundo, incluyéndonos a nosotros.

En ese elepé hay una canción que se titula “No es tiempo”. Ella dice cosas que, imagino, tenían destinatarios particulares. Por ejemplo, señores políticos: No es momento para palmaditas en la espalda, para felicitaciones; no es momento para discursos memorizados ni para venganzas particulares; no es momento para ignorar los avisos.

O tal vez, señores intelectuales: No es momento para pensamientos interminables, para circunloquios, para búsquedas introspectivas. Para los empresarios: no es momento para beneficios particulares ni para limpiar las joyas. O, con seguridad, un mensaje para los ciudadanos: no es momento para dedicarse a beber ni para actuar con fragilidad, no es momento para celebraciones.

Claramente, “no es momento para el optimismo”. Sin embargo, el mensaje de Lou Reed no es de cinismo ni de inmovilidad. Es una invitación al compromiso y a la acción. Algo muy oportuno ahora que se avecinan las elecciones, cuando parece que no hubiera alternativas creíbles y muchos están tentados a votar por inercia. “No dejemos que el pasado se convierta en nuestro destino”, es una buena divisa para el 2014.

El Colombiano, 29 de diciembre

martes, 24 de diciembre de 2013

Equívocos en el debate sobre la destitución de Petro

En un ambiente tan pugnaz como el que se vive hoy en Colombia, con tantas muestras de intolerancia política –que ratifican nuestra posición 18ª. en América en este rubro (Lapop 2012)–, no puede resultar extraño que el debate público esté plagado de sofismas y equívocos, algunos tan protuberantes que no parecen inocentes.

La discusión nacional sobre la destitución del alcalde de Bogotá Gustavo Petro por parte de la Procuraduría es un caso ilustrativo de esta baja calidad de la deliberación y de la forma apresurada, parcializada y, en algunos casos, proterva como han intervenido formadores de opinión y funcionarios gubernamentales. Reseñaré algunos:

1. Criticar el fallo del procurador es apoyar a Petro. Falso. Gran parte de los críticos de la Procuraduría somos, a la vez, críticos de la gestión ineficiente del alcalde y de su política megalómana y errática.
2. El fallo de la Procuraduría es una decisión judicial, se repite por parte de funcionarios y comentaristas. El procurador no es autoridad judicial sino administrativa y, por tanto, sus decisiones carecen de la majestad y de la trascendencia en el Estado de derecho que tienen las que producen los jueces.
3. La intervención de la Fiscalía desconoce la separación de poderes. La Procuraduría General de la Nación no es una rama del poder público, es un organismo de control, y es absurda la pretensión de que carezca de posibilidad de vigilancia o de freno alguno por parte de otros entes estatales. Esto supondría aceptar la existencia de una autoridad omnímoda y soberana en este organismo.
4. Los errores de enfoque, planeación o ejecución de las políticas públicas son castigables por los organismos de control. Se trata de un precedente peligroso e ilegal pues las normas son claras en asegurar que solo deberían serlo las actividades que infrinjan la ley penal. Las malas políticas públicas las juzgan los ciudadanos en las urnas.
5. El procurador es inmune. Falso. La procuraduría no es organismo diseñado para legislar, interpretar la ley o crear jurisprudencia, por lo tanto sus fallos deberían ser controvertibles por naturaleza. El vacío que dejó la Constitución de 1991 respecto a la posibilidad de abuso por parte del procurador más bien avala la posibilidad del control ciudadano que la omnipotencia del funcionario.
6. La movilización ciudadana contra el fallo del procurador o la simple crítica al mismo supone un mal comportamiento ciudadano. Falso. La democracia garantiza la libertad de expresión y de movilización. La ciudadanía activa de algunos sectores de la población afirma mejor la democracia que el sectarismo de sus críticos.

Ahora bien, en medio de tanta algarabía, ¿dónde están los partidos? ¿cuál es la posición de los liberales y de la U sobre el asunto? ¿y los congresistas? Tal y como pasó con el paro agrario, todos comen callados.

El Colombiano, 22 de diciembre

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La Habana, acuerdo sin reconciliación

Todo indica que en La Habana habrá acuerdo y también que la fecha del mismo depende de las Farc porque el gobierno perdió el reloj de la negociación. El acuerdo se dará porque las Farc necesitan maquillar su derrota y su desmovilización con frases grandilocuentes y porque Santos debe culminar la tarea estratégica de Uribe con una cereza diplomática.

Los analistas concuerdan en que una cosa es el acuerdo con las Farc y otra muy distinta es la finalización de la violencia. Pero ya va siendo claro, también, que el acuerdo no basta para se produzca la reconciliación. Más aún, dados los últimos hechos –que expresan procesos más profundos– podríamos decir que se están incubando nuevas arenas de conflictividad desde varios flancos.

El primero son las propias Farc. El alevoso ataque a Inzá en la madrugada del 7 de diciembre demuestra que a esta guerrilla no le interesa en lo más mínimo la posibilidad de reconciliarse con sus conciudadanos. Cuando Nelson Mandela les explicó a sus jueces su actividad subversiva, hace 50 años, dijo que había elegido acciones que produjeran el mínimo resentimiento posible. Las Farc hacen exactamente lo contrario esparciendo sufrimiento a los más humildes en Cauca, Arauca y el norte de Antioquia (la última contra Reforestadora El Guásimo).

El segundo flanco proviene del gobierno nacional. El gobierno de Juan Manuel Santos está llevando sus relaciones con nuestra variopinta oposición al punto de convertirla en la nueva encarnación de la enemistad política. Álvaro Uribe, Jorge Robledo y Gustavo Petro han sido los blancos preferidos de los ataques de escribanos, ministros y del propio presidente. Quien tiene la responsabilidad de mantener las diferencias en un plano conciliador es el Presidente, pero Santos se ha decidido a sacrificar los acuerdos con sectores institucionalizados, llegando a la indeseable situación de un acuerdo con las Farc sin consenso nacional.

El tercer flanco proviene de las autoridades, de las cuales la más dañina es el procurador Alejandro Ordoñez. La manera fanática y tiránica como ha conducido la gestión en la Procuraduría General de la Nación abrió ya una grieta institucional y política que, probablemente, no será fácil de cerrar. La destitución del alcalde de Bogotá es un despropósito jurídico como lo demostró hace poco el exmagistrado Luis Fernando Álvarez (El Colombiano, 13.12.13), y es una amenaza contra la democracia y el pluralismo político como lo argumentó Kevin Whitaker, nominado a la embajada de Estados Unidos en Colombia.

En estas condiciones la ciudadanía y la opinión pública se desconciertan, se fragmentan y alimentan sentimientos de crispación, desánimo y descrédito en los dirigentes y en las instituciones. Aún se pueden enderezar algunos entuertos y del único que se tiene que esperar algún viraje es del Presidente, pero las adulaciones inverosímiles de los asesores y la prensa no le ayudan.

El Colombiano, 15 de diciembre

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Pablo Escobar y el agente Smith

Medio mundo sabe quién fue Pablo Escobar. Quedó demostrado por la cobertura mediática internacional en el vigésimo aniversario de su muerte. Menos popular es el Agente Smith, personaje de la película The Matrix (Hermanos Wachowski, 1999). El Agente Smith tiene varios poderes entre ellos el de la ubicuidad incorporándose en cualquier humano que esté al pie de una línea telefónica y el de destruir a sus enemigos invadiendo sus cuerpos. El Agente Smith es el malo de la película.

Pablo Escobar se convirtió en el enemigo más temible de la sociedad colombiana a mediados de los años ochenta del siglo pasado y lo hizo a través de una declaración –como en las guerras viejas– y también mediante el ataque más masivo, urbano e intenso que haya vivido el país en cualquier época. Escobar emergió como enemigo y el Estado y una parte de la sociedad lo asumió y lo enfrentó así.

Pero antes de ser el enemigo público número uno, intentó ser el mejor amigo: fue concejal de Envigado y representante a la cámara por el Partido Liberal, financió campañas presidenciales, fue socio de algunos sectores de la iglesia católica, sustento de los mayores triunfos futbolísticos del país, hizo obras públicas y ofreció pagar la deuda externa. No interesa aquí volver a contar de qué modo ocurrió esta transformación.

Escobar murió y el cartel que lideraba fue desmantelado, así como otras grandes organizaciones criminales, pero el problema no ha desaparecido. Una voz autorizada –el general retirado Óscar Naranjo– dice que “la mafia se fue volviendo prácticamente invisible, pero no por ello dejó de existir o de ser peligrosa… el narcotráfico sigue siendo una de las principales enfermedades de la sociedad contemporánea” (“Del terror a la esperanza”, Semana, 23.11.13).

A mí la afirmación de Naranjo me parece optimista. El Estado logró sortear la peor amenaza de su historia, superando el riesgo del colapso. Pero, ¿y el sistema democrático? ¿Hemos evitado –como dice Naranjo– que Colombia se convierta en una narcodemocracia?

La profesora Julieta Lemaitre de la Universidad de Los Andes sostiene la tesis de que la Constitución de 1991 se puede entender como parte de la paz con los narcotraficantes (La paz en cuestión, 2011). Tres años después de la Asamblea Nacional Constituyente el cartel de Cali logró poner a Ernesto Samper en la presidencia de la República. Ocho años más tarde los grupos de autodefensa y paramilitares se ufanaban de tener una tercera parte del congreso.

Esto significa que en Colombia la cuestión de si hacemos una democracia para los ciudadanos o para las mafias todavía no está resuelta, y que más bien se está definiendo siempre en cada elección. Pablo Escobar murió, pero el narcotráfico nos sigue atacando como el Agente Smith de The Matrix, ahora desde el interior del sistema político.

El Colombiano, 8 de diciembre

domingo, 8 de diciembre de 2013

Antropoceno

El debate sobre el cambio climático o, ampliamente, sobre la huella de la población humana sobre la tierra está empezando a evidenciar en los últimos años ha adquirido unas aristas insospechadas. Antes que aceptar las evidencias científicas, los sectores negacionistas se han resguardado en tesis poco fundadas para hacer valer su ideología y sus intereses. Por el contrario, en la orilla científica la alarma sigue creciendo.

En 2002 el premio Nobel de química Paul Crutzen acuñó el término antropoceno para resaltar los cambios gigantescos que ha propiciado la humanidad sobre el clima, las demás formas de vida que habitan el planeta y la geología misma y que repercutirían en los próximos decenios. El antropoceno sustituiría al holoceno como época más reciente del periodo cuaternario, según la disciplina de la estratigrafía. Sigo en esta información al escritor Roy Scranton (“Learning How to Die in the Anthropocene”, The Stone, 10.11.13).
      
En el antropoceno las consecuencias de la intervención humana sobre el planeta emergen como el principal problema no solo en campos obvios como el clima o la salud, sino también en otros como el desarrollo, la economía, la política y la seguridad. Sí. Scranton cita al Almirante Samuel J. Locklear III afirmando que el principal reto de seguridad de Estados Unidos es el cambio climático, por encima del terrorismo o el riesgo chino. El antropoceno hará obsoleta la antigua distinción filosófica entre catástrofes naturales y calamidades humanas. En esta era no hay desastre en el que no intervenga el ser humano.

Entre nosotros también se vive esta disputa entre advertidos y negacionistas. En medio de problemas acuciantes, la conciencia ambiental se viene abriendo paso. Según el estudio sobre valores en Antioquia –Gobernación de Antioquia, Sura y Universidad Eafit– la confianza en las organizaciones ambientalistas es del 71%, la más alta para cualquier tipo de organización superando a la iglesia (69%), las grandes empresas (60%) y las fuerzas armadas (58%). Más aún, el 70% de los antioqueños considera más importante el cuidado del medio ambiente que el crecimiento económico, así este se asocie con promesas de empleo.

Puede ser una mezcla de información, sentido común y reacción momentánea ante las catástrofes que presenciamos tanto en lugares lejanos como en la propia casa. El caso es que los efectos climáticos, ambientales y paisajísticos son inocultables, y los desastres ocasionados por la depredación ocasionada en las grandes ciudades por el complejo “político-constructor” ya no distinguen entre clases sociales. Hoy son tan graves los desórdenes derivados de la pobreza como el daño social que produce el afán por el estatus.

Nuestros negacionistas son los administradores públicos, políticos y empresarios, que siguen predicando que el desarrollo económico y el “progreso” son más importantes que el ambiente. Más temprano que tarde, la ciudadanía y la naturaleza pasarán su cuenta de cobro.
 
El Colombiano, 1 de diciembre

Reprobando

La democracia colombiana siempre ha sido considerada ejemplar en Latinoamérica, por su continuidad, estabilidad y coherencia formal. Hay que decir, que esos elogios se han pronunciado teniendo en cuenta los parámetros latinoamericanos –que no son los mejores del mundo– y desde una perspectiva histórica de largo plazo –más que de comparaciones sincrónicas.

La reelección inmediata del presidente de la república ya está cambiando esa situación en tanto se está convirtiendo en un factor distorsionador de la estructura estatal, un catalizador de  las perversiones del ejercicio de la política y un rasgo distintivo que nos desliza hacia el peor grupo de América Latina. Y todo por cuenta de la paz: la reelección como figura constitucional se aprobó en 2005 bajo la ansiedad de la paz por medio de la victoria y la reelección gubernamental se justifica en 2013 bajo la inminencia de la paz por medio de la negociación.

La reelección alteró el sentido de la arquitectura institucional que se creó en 1991, al desarticular el engranaje de periodos y alternación en las nominaciones, produciendo un desmesurado desbalance hacia el ejecutivo y deteriorando la precaria división de poderes que existía en el país.

La reelección hizo que el gobierno dejara de actuar como el representante del interés general y se perfilara como un partido más, representante de un grupo de facciones que han puesto sus intereses por encima de cualquier objetivo común. En particular, el presidente y sus ministros se pronuncian como jefes de grupo y han desatado una sañosa campaña contra los líderes de la oposición, llámense ellos Uribe o Robledo, y atacado a los gobernantes locales díscolos, abiertamente como a Petro o disimuladamente como a Fajardo.

Finalmente, si uno mira el mapa institucional latinoamericano, ¿dónde queda Colombia? Yo creo que en cuanto a seguridad jurídica estamos más cerca de Bolivia que de Chile. Creo que nuestra retórica política se parece más a la que predomina en Venezuela que a la que existe en Uruguay. Veo más equilibrio de poderes en México y Costa Rica que acá.

Siempre quedará el recurso a la soberanía popular. La posibilidad de cambiar en las urnas el destino que se nos quiere imponer desde el gobierno y su manguala de medios y de mediocres. Pero, al menos desde los debates fundacionales de los Estados Unidos, plasmados en El federalista, sabemos que las democracias modernas no se alimentan sólo de voluntad popular sino de también de una indispensable estructura institucional de contrapesos.  

Todo esto está pasando en medio de un profundo silencio de los académicos y los intelectuales que se dejaron atrapar en la trampa del dilema entre Uribe y Santos. Valga la pena reconocer el esfuerzo mesurado y profundo de Eduardo Posada Carbó, quien desde su columna en El Tiempo ha sido una luz en este túnel de confusión.
 
El Colombiano, 24 de noviembre