miércoles, 2 de octubre de 2013

Espejo de nuestras pesadillas

La historia completa del narcotráfico en Colombia –negocio, complicidad, farándula, violencia– es perfectamente paralela con la historia del fútbol en los últimos 35 años. Basta leer los libros “Pena máxima” (1995) de Fernando Araújo Vélez y “El 5-0” (2013) de Mauricio Silva o la novela de Ricardo Silva Romero “Autogol” (2009) o escarbar los archivos de prensa.

La diferencia entre el narcotráfico y el fútbol consiste en que los carteles desaparecieron, sus jefes murieron o están extraditados, pero en el fútbol las cosas siguen casi iguales, con un poco más de cosmética. Las declaraciones de esta semana de ministros y funcionarios, los dirigentes de la Dimayor y la prensa son muy parecidas a las de 1980 cuando todo el mundo fingía que no pasaba nada. Ahora se quieren inventar el cuento de que el único problema son las barras bravas; que ni los clubes ni la dirigencia tienen velas en el entierro, y que los agentes de la prensa deportiva no saben nada, y que los políticos no tienen nada qué ver (dos senadores son dueños de sendos equipos).

Dejemos a un lado las interpretaciones del pasado y vengamos a los tiempos recientes.

Hace un par de años escribí una columna sobre la ley del fútbol. Se tituló “Ley boba para fútbol avispado” (El Colombiano, 18.04.11) y sostenía que la ley no cambiaría nada en el panorama de los equipos de fútbol y que la intención punitiva que sembró Vargas Lleras en ella no daría resultados. Dos años después nadie da cuentas del esperpento, todos se hacen los de las nuevas y todos eluden sus responsabilidades.

Volvimos a escuchar las letanías leguleyas de Luis Bedoya, el presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, diciendo que el Estado tiene la obligación constitucional de proteger la vida de los colombianos y que, por tanto, la dirigencia deportiva no está llamada a responder por la violencia. En otra columna (“Violencia en el fútbol”, 29.05.13) intenté demostrar que los clubes tienen una relación directa con el fenómeno de las barras y su gestión. La única diferencia significativa entre el andamiaje político y violento de la organización Hinchadas Unidas Argentinas, la AFA y el gobierno de Cristina Fernández con el caso colombiano es que allá eso es más visible y opresivo.

El expediente del fútbol está abierto y nadie se atreve a tocarlo. Hay muchos intereses económicos y políticos en juego. Unos legales, aunque no necesariamente legítimos, otros claramente ilegales. Además están los fueros de impunidad con los que la Fifa suele amparar a sus afiliados. Después, la coyuntura de un gobierno que bufa mucho y hace poco.

Todo ello hace que hoy –en palabras de Carlos González Puche, director de la Asociación Colombiana de Futbolistas Profesionales– el fútbol sea menos “el reflejo de nuestras alegrías” que “el espejo de nuestras pesadillas”.

El Colombiano, 29 de septiembre

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