jueves, 18 de noviembre de 2010

La Presidenta tuvo la culpa

¿Quién tuvo la culpa? En Itagüí fue Muñoz, en Caldas Valeria, a veces en Bello es García. Esta semana la culpable fue La Presidenta. No en Argentina, en Medellín. Y no querido lector, no crea que hemos llegado al punto de hablar de las responsabilidades personales, públicas y privadas, de los males que nos ocurren con frecuencia. No. Son nombres propios de algunas quebradas famosas del valle de Aburrá.

Pero las quebradas no tienen la culpa, ni los ríos, ni las montañas, pues no son agentes autónomos dotados de conciencia o voluntad y, por tanto, tampoco sujetos de ninguna responsabilidad. Muchas veces, la naturaleza se manifiesta expresando sus propios procesos. Pero los casos de los desbordamientos de las quebradas en nuestra región, básicamente se deben a la intervención del factor humano y a la falta de intervención del Estado.

Lo que está pasando en Colombia con los desastres urbanos –y muchos rurales– es fruto de una cadena de delegaciones, negligencias y temeridades de diferentes agentes sociales. En primer lugar –como es característico del Estado colombiano en varios ámbitos– se diagnosticó la incapacidad de las unidades de planeación de los municipios para gestionar el desarrollo urbanístico y se creó un ente privado llamado las curadurías a las que se les asignó esa responsabilidad.

En segundo lugar, teniendo las curadurías toda la potestad para otorgar licencias de construcción se les dejó sin un control efectivo por parte del Estado que permita orientar, vigilar y sancionar las actuaciones de los curadores. Por el contrario, se creó un sistema de remuneraciones (expensas) que es un contrasentido porque estimula la aprobación de licencias y, en sentido contrario, desestimula los controles y las restricciones que debe tener un proyecto de construcción.

En tercer lugar, esta vulnerabilidad institucional –que se agrava cuando hay zonas grises en los planes de ordenamiento territorial– es aprovechada temerariamente por lo negociantes de todo tipo: los dueños de terrenos dudosamente urbanizables, los gestores de proyectos urbanísticos y los comercializadores que pescan incautos vendiéndoles la “naturaleza”.

Al parecer se trata se un círculo virtuoso que suple una deficiencia del Estado, pone a funcionar el mercado con más libertad y, además, le permite enriquecerse a unos señores que son los responsables de todo lo que vemos: urbanizaciones montadas sobre quebradas, construcciones en zonas protegidas, desmantelamiento del bosque que está sobre Las Palmas, cárceles elegantes como la de Los Balsos con la Avenida El Poblado, etc.

Pero cuando llegan las tragedias –pequeña como esta semana en La Presidenta o grande como la de Alto Verde– nadie aparece. O casi nadie. Las familias y los ciudadanos que pagan el precio de la falta de escrúpulos de todos los que están detrás de su apartamento. Y el Estado –o sea, otra vez los ciudadanos– que tiene que cubrir con su presupuesto los daños ocasionados por los desastres “naturales”.

Dejemos a un lado la mitología de las sociedades primitivas. La naturaleza no tiene designios y no es un agente moral. Cada que ocurre un desastre en centro urbano hay que preguntarse seriamente cuáles son las instituciones y los agentes privados que hicieron y dejaron de hacer qué cosas para que el daño haya ocurrido. Así veremos que La Presidenta no tuvo la culpa.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El liberalismo de Vargas Llosa

Aunque más tenues que otras, las discusiones políticas sobre el Premio Nobel de Literatura han emergido. No hablo de Oliver Stone cuya sabiduría política se resume en que es “chavista”, sino de los comentarios avisados de gente como José María Lasalle, Javier Cercas, Alberto Buela y otros.

Para los dos primeros, el valor político del escritor peruano reside en que se trata de un liberal. Para Buela, este asunto es adjetivo: lo importante es que se trata de un escritor que reivindica el español como factum metapolítico que impone ya una perspectiva. Ambos juicios son compatibles. En muchos sentidos Vargas Llosa es un ejemplar de lo suramericano –como García Márquez o algún Borges– y su obra basta para demostrarlo.

Y paradójicamente es también muestra de un liberalismo casi puro y muy desarraigado. Hasta el punto de que puede servir de medio de contraste para probar qué tan liberales son nuestros liberales. El examen puede hacerse a través de, al menos, dos libros de artículos políticos del escritor o del seguimiento a sus columnas en El País de Madrid o El Colombiano. Los que no se escuecen por su defensa de la legalización de la marihuana lo harán por concederle razón al Tea Party en su idea de limitar la intervención estatal.

lunes, 1 de noviembre de 2010

¿Por qué Miguel Hernández?

La pregunta de acerca del porqué de la vigencia –tenue y espasmódica– de Miguel Hernández es básicamente íntima. ¿Por qué me gustaba Hernández en la juventud y, a veces, un poema suyo todavía me llega como los mejores? Y porqué porque está claro que se trata de un poeta menor, incluso muy menor: dentro de su generación, en la que hay gigantes como Machado (Antonio), García Lorca o Salinas; fuera de ella, ni se diga.

Aparte de una muerte trágica a manos de un régimen político de derecha, que es de las mejores recetas para cierta inmortalidad, el atractivo de Hernández puede ser su temática que pudiéramos llamar de un “bucolismo victimista”: éramos tan pobres y somos tan sufridos. Eso arrebata. Con plena legitimidad en el campo político, con ninguna en el poético.

Sobre todo está esa lírica sencilla y musical que le hace un poeta comprensible, alguien con quien se puede se puede tener una empatía inmediata. Una inmediatez tan aplastante que hace innecesario volver a leer sus poemas. Para eso están –mejorados– por Serrat y podrían estar permanentemente (si alguien los graba) por el grupo de rockeros paisas que musicalizaron una docena en presentación pública del pasado 26 de octubre en Comfenalco.